A PROPÓSITO DE LA INVIOLABILIDAD DE LAS EMBAJADAS

Carlos Soriano Cienfuegos

La intromisión a la embajada de México por parte de las autoridades ecuatorianas en días pasados ha colocado en el centro de la discusión el artículo 22, primer párrafo, de la Convención de Viena sobre relaciones diplomáticas: “Los locales de la misión son inviolables. Los agentes del Estado receptor no podrán penetrar en ellos sin consentimiento del jefe de la misión”.

No hay duda de que se trata de una norma prohibitiva, y no de un enunciado descriptivo que estuviese informando sobre una cualidad de los recintos de las representaciones extranjeras, de suerte que podría reformularse diciendo “En tanto que los locales de la misión son inviolables, el Estado receptor no podrá penetrar en ellos a discreción”.

Naturalmente el elemento normativo que destaca, el que constituye la ratio tanto de la prohibición del artículo aludido, como de la resolución condenatoria de las últimas horas adoptada por la OEA, es el adjetivo “inviolable”, o su sustantivo “inviolabilidad”.

A propósito de ello, debe recordarse que la transgresión de una prohibición deriva en la imposición de una sanción, asumida como consecuencia del acto lesivo, y pese a que tal es la regla ante actos consumados (los cuales, precisamente por haberse completado en los hechos, no es posible anular, es decir, privar de efectos), en el caso de vulneración de algo reputado como inviolable, parece presentarse bajo la forma de implicación, más que como relación lógica de antecedente-consecuente.

Piénsese, por ejemplo, en una norma como “prohibido fumar” y compárese con el artículo 22 de la Convención de Viena: “prohibido penetrar libremente la sede diplomática, porque es inviolable”: si alguien fumase, transgrediría una prohibición (por ende, estaría expuesto a una sanción); si un Estado receptor penetrara a discreción la sede diplomática, no sólo transgrediría una prohibición (y ameritaría una sanción), sino que también habría cometido un acto particularmente reprochable, en tanto que habría violentado lo inviolable, es decir, su conducta causaría no sólo reprobación, sino también indignación.

No es lo mismo transgredir una prohibición cualquiera, que violentar lo inviolable. Esto último, se decía líneas arriba, parece llevar más a una relación de implicación que de antecedente-consecuente, pues a la pregunta “¿por qué se sanciona penetrar las sedes diplomáticas sin consentimiento de las misiones?”, tendría que responderse “porque son inviolables”; y a la pregunta “¿por qué son consideradas inviolables las sedes de las misiones diplomáticas?”, “porque quien penetra libremente en ellas se expone a una sanción”.

Llegados a este punto, quizás se pensará que lo mismo sucede con todas las prohibiciones (“está prohibido porque está sancionado”, “está sancionado porque está prohibido”), pero no es así, pues hay normas prohibitivas carentes de sanción, mientras que no hay personas, cosas o situaciones reputadas como inviolables, a cuya vulneración no se provea de sanción.

Para decirlo en breve, desde mi punto de vista, la prohibición subsiste sin sanción, mientras que la inviolabilidad la presupone necesariamente.

Detrás de esta opinión no está Alf Ross y su famoso Tû-Tû -función sintáctica de los términos técnicos, semánticamente vacíos-, sino el pensamiento romano -equivalencia explicable históricamente, entre inviolable y sancionado.

En efecto, para entender el significado originario de ‘sanctio’ (sanción, en español) no debe pasarse por alto la especial coincidencia morfológica y proximidad semántica entre el participio del verbo ‘sancionar’ (‘sancire’, en latín) y el adjetivo ‘santo, a’ (‘sanctus, a, um’).

Hacia la época clásica tardía, la semántica del término ‘sanctus’ abarca la noción de aquello que se encuentra protegido o defendido, lo cual es confirmado al evidenciar que el verbo ‘sancire’ comprende el significado de proteger lo que no puede ser violado, como se lee en un fragmento del jurisconsulto Marciano: ‘Es santo lo que es defendido y protegido contra la injuria de los hombres’ (D. 1, 8, 8, pr.).

A partir de este sentido puede entenderse un significado ulterior: es santo todo lo que se protege mediante sanción, considerándolo inviolable, como las leyes, en palabras de Ulpiano: <<Propiamente llamamos ‘santas’ las cosas que ni son sagradas ni profanas, pero que fueron confirmadas por alguna sanción: a la manera que son santas las leyes, porque están apoyadas en una sanción. Porque lo que se apoya en una sanción es santo, aunque no esté consagrado a Dios…>> (D. 1, 8, 9, 3).

Que el texto de la Convención de Viena elija ‘inviolables’ para referirse a las sedes diplomáticas equivale a optar por el término secularizado y abandonar el término religioso (‘santas’), lo que es apenas muy reciente en el derecho internacional, como se advierte al leer el Tratado de Versalles (art. 227 s.), al preverse la instauración de un proceso contra el emperador Guillermo II Hohenzollern, a causa de haber cometido un “crimen supremo contra (…) la santidad de los tratados”, es decir, contra su inviolabilidad, lo cual permite ver con nitidez que no se tansgrede una prohibición más, sino una reputada como inviolable, o en 1919, firma del tratado, como santa.

Violentar lo inviolable equivale históricamente a profanar lo santo, de suerte que penetrar una embajada mediante el uso de la fuerza pública es tan inexcusable como lo fue, al menos hasta 1919, profanar la santidad de los pactos internacionales.

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