Carlos Soriano Cienfuegos
Quienes se acercan por vez primera a los textos jurídicos, tropiezan con una dificultad: la lengua técnica que se emplea en las leyes, en las sentencias, en las actuaciones forenses, resulta de momento extraña. Ciertamente, el lenguaje jurídico cumple una finalidad que no se resuelve tan sólo en atesorar vocablos científicos, ni modos de expresión consagrados por el uso, ni esquemas clásicos de redacción. En realidad, al dominarlo, el operador de la disciplina jurídica forja una visión, una perspectiva de la realidad, con la que interpreta los hechos cotidianos.
El derecho no labora, como no lo hace ninguna otra disciplina especializada del saber, con la realidad directamente, con la realidad en estado puro: la ciencia, por entero, se ha construido apoyándose en la distinción de lo contingente y de lo necesario, distinción que es equivalente a la del acontecimiento y la estructura, a la de diacronía y sincronía. En otras palabras, el conocimiento científico no es una calca, una reproducción idéntica de la realidad, todo lo cual significa que la ciencia es sólo una —entre las varias posibles— explicaciones de la realidad.
De la misma forma que cualquier otra ciencia, la del derecho debe cumplir, como primer requisito a fin de alcanzar la calificación de conocimiento especializado, la tarea de formular conceptos, es decir, debe abstraer, debe generalizar, olvidando diferencias, separando lo contingente de lo necesario, en síntesis, debe dotar a ciertos hechos de la cualidad de relevantes, para agruparlos en determinadas categorías conceptuales, y facilitar de ese modo, cuando menos, el manejo de la información.
En consecuencia, la infinita variedad empírica que ofrece la realidad es traducida a esquemas mentales, a tipos jurídicos, que son por definición, al contrario de la realidad, finitos: lo que importa para la ciencia del derecho, en el plano discursivo, es la evidencia de estas separaciones que se imponen a la realidad, mucho más que su contenido concreto.
Al colocarse en este extremo se advierte con nitidez la exigencia para el intérprete de reorientar los conceptos con los que labora, sin poder pretender que siempre y en todo lugar signifiquen una y la misma cosa, por la sencilla razón de que tales conceptos son abstracciones que no logran reproducir la realidad.
Las fuentes romanas tienen bien presente esta no coincidencia perfecta entre el mundo que nos rodea y los esquemas conceptuales, como se aprecia al leer una constitución de Justiniano del 537, dirigida a Juan, prefecto del pretorio y excónsul:
“Lo voluble y lo humano, y lo que nunca puede subsistir siendo lo mismo, sino que ciertamente se hace siempre, y nunca permanece, introduce alguna perturbación en la legislación y en lo que parece que se halla bien y se considera que está firmemente establecido. Así también muchas veces la variedad de casos que surgen perturba lo que fue dispuesto con escrupulosa observación…”.
Podrìa decirse que entre los dos ejes sobre los que opera el discurso jurídico, el fáctico y el conceptual, los jurisconsultos otorgan primacía al primero, pues consideran que su saber está al servicio de la solución de cuestiones controvertidas, y no en función de las construcción de modelos dogmáticos. Sus reglas, sus definiciones, sus conceptos, son percibidos como aproximaciones a la realidad, por lo que son vulnerables y son confrontadas empíricamente: “… No que el derecho derive de la regla, sino que ésta se abstrae del derecho existente…”, recoge un famoso pasaje del Digesto.
La tarea del jurista de toda época es perfeccionar continuamente el derecho, precisamente a través de su labor interpretativa: en consecuencia, no parece necesario que ante las mudanzas de la realidad, deba responderse forzosamente con cambios legislativos; es probable que baste con la interpretación. Y desde esta perspectiva, tampoco es una gran desgracia que existan malos legisladores, pero lo es, y máxima, si hay malos intérpretes, pues éstos pueden corregir la labor deficiente de aquéllos, pero una ley técnicamente perfecta no garantiza una adecuada interpretación, como tampoco la garantiza, por sí misma, la técnica interpretativa.
Mucha razón tuvieron los jurisconsultos romanos al considerar que saber derecho es saberlo interpretar; ellos son los grandes maestros de la interpretación, son los grandes maestros del derecho.
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
Comentario *
Nombre *
Correo electrónico *
Web
Guardar mi nombre, correo electrónico y sitio web en este navegador para la próxima vez que haga un comentario.
Publicar comentario
Δ
¿En que puedo Ayudarte?