UNA MIRADA AL MUNDO NOVOHISPANO: EL CONVENTO DE CAPUCHINAS DE LA CAPITAL

CARLOS SORIANO CIENFUEGOS

En 1538 la orden de las clarisas (fundada por Francisco y Clara de Asís) se escindió para formar en Nápoles —por confirmación del papa Paulo III— el ala de estricta observancia de la regla, bajo el nombre de ‘capuchinas’, a instancias de sor María Lorenza Longo.

Por su parte, fray Ignacio de la Peña narra en su obra titulada Trono mexicano en el convento de religiosas pobres capuchinas, su construcción y adorno en la insigne Ciudad de México, publicada en 1728, cómo es que la orden llegó a nuestras tierras, tras partir de España y hasta asentarse en un convento edificado en el corazón de la antigua Tenochtitlan de los aztecas: en efecto, en 1655 fue nombrado arzobispo de México quien había sido capellán de las capuchinas de Toledo, don Mateo Segade Bugueiro, presentado el año precedente por Felipe IV para ocupar la sede vacante. Deseoso de hacer germinar la orden en las tierras del Anáhuac, el prelado eligió seis profesas que serían modelo de austeridad y santo abandono para la sociedad virreinal.

A ruego y encargo del arzobispo se logró que la viuda del capitán Simón de Haro, Isabel de Ontiveros y Barrera, legara en su testamento un inmueble y la suma de 10,000 pesos de oro, a favor de las capuchinas de México, bajo la condición de que el convento edificado fuera puesto bajo la protección de san Felipe de Jesús —protomártir mexicano—, y otorgando para la construcción un plazo de diez años, pues en caso contrario el legado revertiría en favor del convento de la Concepción, también bajo el patronato de doña Isabel.

Fallecida la piadosa benefactora en 1659, se abrió la sucesión al poco tiempo, mas las seis religiosas elegidas en Toledo por Segade como fundadoras habían muerto también. Sólo en mayo de 1665 partieron las nuevas religiosas desde Toledo hacia Cádiz para cruzar el Atlántico, de donde zarparon en julio del mismo año rumbo a Veracruz, en cuyo puerto atracaron a comienzos de septiembre. Recibidas en México por el virrey y el cabildo de la ciudad en octubre, las profesas se aposentaron en el convento de la Concepción desde su llegada hasta el mayo siguiente, pues aún no había sido culminada la edificación del suyo, cuya planta original fue ampliada mediante la compra de dos predios vecinos, pagados con el legado de 10,000 pesos de oro. La dedicación del edificio conventual e iglesia fue encabezada por el arzobispo fray Payo Enríquez de Rivera en junio de 1673.

Sobre su planta y dimensiones, Romero Contreras ha recogido con motivo de su participación en los trabajos de salvamento arqueológico posteriores al terremoto de 1985, valiosos testimonios extraídos de las fuentes, entre los que se señala que “Tiene toda la fábrica por la parte del oriente a poniente noventa y nueve pies geométricos de latitud, y de norte a sur ciento ochenta, en cuyo sitio la planta de la iglesia divide su longitud en tres porciones iguales; las dos que forman su cuerpo y la una el presbiterio”.

La orden pronto logró colocarse entre las propuestas más estimadas de vida religiosa novohispana, de suerte que la Corona y las autoridades eclesiásticas consintieron la fundación de nuevos conventos de capuchinas en Puebla, Querétaro, Lagos y Guadalajara, y finalmente la Colegiata de Guadalupe.

El éxito de la congregación no estuvo, sin embargo, exento de vicisitudes: un siglo después de su solemne consagración, el convento de capuchinas de México se sintió incomodado por la elevación de la casa vecina del conde de san Bartolomé de Xala, Antonio Rodríguez de Pedroso, hijo del primer conde, de nombre Manuel Rodríguez Sáenz de Pedroso y de Josefa Petronila de Soria y Villarroel; caballero de la orden de Santiago, maestrante de Sevilla y cónyuge de Gertrudis Ignacia de la Cotera y Rivas Cacho, tras cuya muerte, tomó las órdenes sagradas, de acuerdo con lo que narra Alejandro Mayagoitia, ilustre genealogista y entrañable amigo, siguiendo a Martínez de Cosío.

Contra el hecho, es decir, a fin de obtener la demolición de la obra nueva en casa del conde, las religiosas promovieron juicio por conducto de su síndico, el licenciado Manuel de Aldaco…

Naturalmente, podría pensarse que la alegación descansaba en un derecho de servidumbre a favor del convento, como predio dominante, en contra de la casa del conde, como predio sirviente: en efecto, retomando expresamente las fuentes romanas, las Siete Partidas disponían, en la tercera, reglas sobre el particular, en especial las que reconocen la tipología y tutela de las servidumbres urbanas, como se lee en las leyes del texto alfonsino, de las que modernizamos la versión:

“Propiamente dijeron los sabios que tal servidumbre como esta es derecho y uso que hombre ha en los edificios… para servirse de ellas, a pro de las suyas. Y son dos maneras de servidumbres. La primera es aquella que ha una casa en otra, y a esta dicen en latín urbana… Urbana servidumbre dijimos en la ley antes de esta, que ha nombre en latín aquella que ha un edificio en otro así como cuando … la una casa en la otra, que la nunca pudiese más alzar de lo que era alzada a la sazón, que fue puesta la servidumbre, porque le no pueda quitar la vista, ni la lumbre <luz>, ni descubrirle sus casas…” (leyes 1ª y 2ª, título XXXI).

En caso de contravención a la servidumbre de vista o de luz, el titular del predio dominante se encontraba facultado a denunciar la obra nueva, también de acuerdo con la tercera Partida:

“Labor nueva es toda obra que sea hecha, y ayuntada por cimiento nuevamente en suelo de tierra: o que sea comenzada de nuevo sobre cimiento, o muro, u otro edificio antiguo: por la cual labor se muda la forma… de cómo antes estaba…Y puede la vedar o estorbar todo hombre que tenga que recibe tuerto por ello… Y por ende decimos que si aquel a quien debía la servidumbre en casa, o en otro edificio se sintiere agraviado de la labor que haga nuevamente, que le sea a estorbo de ella, que la puede vedar … Y si él hallare que la hacen a tuerto, debe la mandar deshacer, y entregar al otro de los daños, y menoscabos que hubiese recibido por esta razón” (leyes 1ª y 5ª, título XXXII).

Sin embargo, al parecer la pretensión del convento no se fundamentó en un derecho de servidumbre, sino tal vez en una presunta violación al decoro exigido por el claustro monacal, a fin de mantenerlo fuera de vista, alejado del mundo, pues según consta en el Archivo General de la Nación (ramo: Vínculos; Arámburu, Martín de, 1754, foja 9), las capuchinas vieron frustrada su demanda, al no probarse ni  un extremo (derecho de servidumbre), ni otro (vulneración de la vida religiosa), por lo que, como colofón del asunto, se señala:

“Curioso problema urbano… donde se discutía que a pesar del dicho de las monjas ‘desde la nueva (casa) de D. Antonio Rodríguez de Pedroso, y sus balcones, no se ve, ni se percibe cosa alguna dentro del coro; ni por las azoteas se registran los interiores de la clausura; ni con la elevación de la casa, y su muro superior, se quitan sus luces a dicho coro; ni se le embaraza el beneficio del sol’”.

El litigio dio lugar a la publicación de una interesante pieza de la literatura jurídica circunstancial por parte de Martín de Arámburu, abogado del conde de Xala (hay un ejemplar en el Museo Británico), registrada por Mayagoitia en su trabajo sobre los memoriales novohispanos impresos (UNAM, 1992), quien sigue en ello a José Toribio Medina en su famosa Imprenta en México, así como el Catálogo de libros mexicanos o que tratan de América, de la Librería Porrúa Hermanos, y es una ventana a un mundo complejo y barroco, como fue el de la Nueva España.

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