Carlos Soriano Cienfuegos
Según Gilles Lipovetsky, nuestras estructuras culturales suponen una solución de continuidad respecto de las épocas previas, particularmente a causa de postular como valor supremo la autorrealización del sujeto, asociada al culto a la autonomía de la persona, dando origen a un hiperindividualismo caracterizado por pautas que exaltan el bienestar y toda forma de independencia narcisista.
Indiferente a los demás, el individuo actual se encuentra obsesionado por su propio estilo de vida, por sus deseos que ha de satisfacer en su totalidad y de forma inmediata, sin que ello suponga un acto de voluntad, al traducirse más bien en una existencia regida por una racionalidad arquitectónica de valores antinómicos, por una lógica dual: “La cultura posmoderna es … renovadora y retro, consumista y ecologista, sofisticada y espontánea, espectacular y creativa…” (Lipovetsky, La era del vacío).
Una de las consecuencias psicológicas más negativas del hiperindividualismo y la lógica antinómica es el angustioso aislamiento de un individuo fragmentado que -sin embargo- no se abandona a sí mismo al desvalor que entraña la depresión. El motor vital del sujeto se identifica con el impulso que trae consigo la novedad y la superación de los modelos preexistentes, es decir, la moda y el consumo.
A las argumentaciones de Bourdieu y Baudrillard que explican la moda como un fenómeno de diferenciación social, las tesis de Lipovetsky sostienen que el hiperconsumismo se origina en la necesidad de autenticidad y culto a la individualidad del sujeto hipermoderno. La adquisición de nuevos bienes no se traduce solamente en un signo de prestigio social; constituye más que nada una búsqueda de satisfacción individual, un encuentro con el bienestar, la comodidad y el placer.
La opción por la defensa de la autonomía y el placer es acompañada por el valor de la innovación, con manifestaciones específicas como el reciclaje continuo y la renovación de los bienes, que representan episodios de la liberación personal y razón de la propia existencia.
El consumo se pliega a estas exigencias mediante ofertas de bienes y servicios personalizados, organizados en función de gustos y criterios individuales contrarios a cualquier forma institucionalizada, para convertirse en subjetivos y emocionales. Es un consumo que busca ante todo el placer individual, la felicidad privada, dejando de lado la distinción y la competencia.
El análisis del consumo de masas deja entrever una perniciosa consecuencia de nuestras sociedades, descriptivamente llamada “la maldición de la abundancia”, como constatación del resentimiento y frustración que trae consigo el consumo imparable de bienes y servicios. Factor clave de esta sed inapagable es la publicidad asociada a la estandarización de los deseos, es decir, a la publicidad promotora del consumo como estilo de vida.
Sólo el individuo puede romper este circuito de seducción continua, apostando a los valores irreductibles a mercancías, rompiendo su alianza con el totalitarismo comercial, es decir, volviendo los ojos a los ámbitos antieconómicos de la vida, a las experiencias desinteresadas contrarias al egoísmo narcisista, en las que según las éticas tradicionales es más probable encontrar la felicidad.
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